miércoles, 23 de enero de 2008

AUSENCIO Y ANA (Mar Miguel Muriedas)

La estación de Aldeanueva se encontraba sumergida en una niebla helada, blanquecina, que había pintado los campos, las pajas y los cardos. Distaba del pueblo unos cinco kilómetros y se levantaba como un cubo solitario, en medio de la estepa castellana.

Ausencio era el nombre del jefe de estación, del guardaagujas, del auxiliar, y del expendedor de billetes. Lo era todo, pues solo él trabajaba allí y solo él vivía en la planta de arriba.
Su nombre decía mucho de él. Su figura larguirucha, sus ojos hundidos, las mejillas planas, sus facciones descendiendo hacia abajo, alejándose de su cara. Y su carácter, solitario y soñador, le cuadraba
Emigrante el padre, la madre enamorada, leía y leía cartas que llegaban desde Argentina. Y como nunca volvió la ausencia penetró en la casa en el nombre de su hijo, y en su cara.

La vida de Ausencio era la estación, donde entró de aprendiz a los catorce años. Este trabajo le gustaba; las vías siempre lejanas y los trenes que marchan, la falta de viajeros, la soledad del campo y, como una caracola protectora, la estación y su casa.
Allí soñaba, leía y leía, ausente de todo, y si no era don Quijote era por que Sancho no estaba.

A eso de las 12,30, leyó por última vez ; “¿Dónde estoy? ¿Por qué?
-pensó, haciendo un esfuerzo para echarse para atrás, pero una enorme mole inflexible, le dio un golpe en la cabeza y la tumbo de espaldas...”
Y sin querer gritó: -¡Ana!-
Por la mejilla hundida, le resbaló una lágrima.

Cerró el libro, Ana Karerina tendría que esperar. Tocaba ventanilla y, como todos los días, esperaría inútilmente la llegada de algún pasajero para el único tren que paraba.
Cumplidor, esperaría la media hora reglamentaria. Miró cómo en el exterior la niebla subía, bajaba, dejaba sus gotitas heladas, y envolvía el tronco seco del olmo, que desaparecía entre la niebla blanca.

Esperaba. Y de pronto vio que una silueta humana como envuelta en humo se acercaba. Nervioso se colocó la gorra y la corbata.
-¿Un viajero?- aclaró su garganta.
-¡Un viajero!- puso en orden los billetes, el cambio, todo lo que ordenado ya estaba.


Se abrió la puerta y una mujer delgada, con un abrigo de piel y un maletín rojo, se acercó a la ventanilla.

-Buenos días- se adelantó Ausencio, mientras observaba su cara pálida, sus ojos mojado, ¿por la niebla, por las lagrimas?.
-Es un decir por supuesto- le sonrió.
Y la mujer le miraba con la cara pálida, helada, sin decir nada.

-A Palencia?- me imagino.
-Sí. Sí- a Palencia.

Ausencio, siempre profesional, no molestó más. Sabía callarse a tiempo. Extendió el billete y se demoró en la entrega del cambio. La observó salir por la otra puerta. Pensó ¿se llamará Ana?...

Miró el reloj. Todavía quedaba un cuarto de hora para que pasara el tren procedente de León y destino Palencia.
-Esta señorita se va a quedar aún más helada- se dijo, nervioso y, valiente, pensó en invitarla a la mesa de camilla al calor de las brasas.

Se acercó a la puerta y la vio envuelta en humo, asomada a las vías, los pies al borde del arcén, los ojos cerrados, balanceándose en un peligroso juego de atrás adelante.
¡Horror¡ En unos segundos pasaría el AVE, haciendo las pruebas reglamentarias.
Abrió la puerta de golpe y salió corriendo mientras oía silbar al nuevo tren tan veloz como la nada.
-¡Ana!- gritó, la cogió del brazo y la apartó del borde, salvándola.


Pero el esfuerzo dejó su cuerpo a merced de esa “enorme mole inflexible”, que le dio un golpe en la cabeza, y le absorbió como si no fuera nada.
Ni siquiera las gotitas blancas de la niebla dejaron el rastro rojo de su presencia. Nada, no quedó nada.

La estación ausente, envuelta en la niebla helada. Nadie fue testigo. Ausencio desapareció en la nada.

No dejó ninguna carta. Todo ordenado, limpio. Sólo el libro, abierto en el momento en el que Ana se tiraba al tren, se suicidaba.

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